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B O S S E

B O S S E


 



Lo que más anhelábamos estuvo oculto tras nuestra propia resistencia.

Un digno camino de la cruz, una clara y perfecta derrota, una sabia y humilde entrega.

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OUTSIDER

Cuando el ruido del mundo se disipe, escucharás la verdad: esa que siempre estuvo en silencio y que solo oíste en la oscuridad.

FORASTERO

"Esa paz te encontrará, si esta vez no te escondes."

Cada paso fue instintivo. La ingenuidad, la inconsciencia y el miedo forjaron creencias; el placer moldeó gustos. Cuestionar el “¿por qué?” y el “¿qué hacer?” era una tarea que no consideraríamos por mucho tiempo, encasillándonos en que la vida tan solo se trataba de sobrevivir, Ideas como la finitud y la individualidad se arraigaron tan profundamente que nos harían parte de un camino vacío, amargo y doloroso.

En un ambiente denso, creado por los pensamientos que adoptamos, la libertad nos fue arrebatada. Buscar tranquilidad desde estos era ingenuo y triste, pues dependía de que todas las condiciones externas en aquel camino se alinearan a la perfección. Y aún cuando lo hacieran, la fugacidad de aquello que nos deslumbraba tan solo dejaría el mismo vacío que siempre habíamos querido llenar. Con el tiempo, nuestra huida dejó de ser solo un escape de la incomodidad: también nos lanzábamos ciegamente en dirección al placer. El dominio que nuestras emociones ejercían sobre nosotros—y la influencia del exterior sobre ellas—nos convirtió en prisioneros de este sendero oscuro.

En el bucle en el que nos encontrabamos ya no diferenciabamos dolor de placer. Cada golpe nos ayudaba a darnos cuenta que el placer no debia ser nuestro aliado. La culpa invadia y algo de luz podiamos percibir. Aquellos momentos de amargura nos ayudaban a darnos cuenta que rondabamos por el mismo lugar y que siempre optabamos por seguir la misma dirección, sentiamos cada vez más la angustia y el sin sabor que dejaba el volver a probar lo que no nos saceaba por completo pero, nos seguimos fallando; La gran voluntad para elegir más allá de la comodidad estaba muy alejada de nuestro carácter. En ese momento, hacer un sacrificio por la vida no estaba en nuestros planes, y es que aún no conocíamos lo que era esta; El miedo era muy fuerte, La idea de un cambio nos abrumaba: tan solo imaginar la incomodidad de enfrentarnos, de ver nuestra verdad, nos alejaba de aquel simple y necesario momento de parar y recapacitar lo que era aquel andar; Pero aún más grave—aunque perfecto—fue no haber afrontado lo que nos dominaba: nuestra propia mente, y es que la calidad de nuestros pensamientos y creencias definen nuestra vida, La forma en que vemos la existencia determina cómo la vivimos; tal como el hombre piense, así percibirá.

 

Caímos una vez más. Fue natural hacerlo; éramos frágiles en un camino lleno de dificultades e imprevistos. Pero esta vez fue distinto. Esta vez, fue devastador, ya que el dolor que sentimos depende de cuán profundo nos encontremos en ese recorrido.

Esa luz ahora habita en nuestros corazones. Es aquel gozo de paz que siempre estuvo ahí esperándonos en cada paso, recordándonos con esa misma paz que siempre todo iba a estar bien, porque siempre estaba ahí y es todo lo que hay, la más pura esencia de todo lo existente, nuestra esencia. 

La ansiedad consumía nuestro cuerpo, las creencias que teníamos implicaban vivir en un estado constante de temor, este era la esencia de ellas y la causa del dolor que producíamos. Seguimos avanzando, y con cada paso la luz se fue atenuando hasta que todo se volvió oscuro, cada uno de estos nos advirtió las consecuencias, pero eran tan sutiles que no nos dimos cuenta de que la absoluta oscuridad sería el final de nuestro destino.

No queríamos asumir que, en parte, éramos nosotros mismos quienes nos lastimábamos. Este camino, gobernado por el miedo, no traía más que dolor. Y aunque intentáramos huir de él, era ese mismo miedo quien lo generaba. Entonces, ¿cómo podríamos haber encontrado la raíz del problema?

Agotados por tanto andar, intentamos aliviar las consecuencias, huir. Dar un paso más era el siguiente movimiento de aquel bucle. La densa y agobiante oscuridad era ahora inevitable. En aquella oscuridad, el dolor se volvió parte fundamental de nuestra vida.

¿De qué se habría tratado nuestra existencia sin él, si solo nos la pasábamos evitándolo?
¿Qué habría sido de nosotros si tan solo nos hubiéramos planteado esta pregunta? Habría comenzado nuestra muerte, como una transformación de lo que creíamos ser, de la identidad que habíamos construido y de todo lo que planeábamos seguir siendo. Esta muerte reconocería un cambio de sendero; no apagaría nuestra identidad, pero cambiaría el foco de esta.

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Desde esa percepción distorsionada, la vida carecía de sentido, lo que veíamos en el exterior no era más que un reflejo de nuestro interior. La oscuridad del bosque no era otra cosa que nuestra tormenta interna; éramos presos en un laberinto mental que habíamos consolidado nosotros mismos. Con el pasar del tiempo, en aquel cruel y denso recorrido, la tan valiosa humildad se había esfumado por completo. El miedo, camuflado en superioridad, nos transformaba en portadores de esta oscuridad. Superioridad para protegernos de esta imaginaria debilidad. Materializábamos, poco a poco, la dañada mente que se estaba construyendo, haciéndonos carecer de aquella tan importante virtud que nos ayudaría a recibir la mayor bendición: la luz. Aquella luz para concienciar y compadecer-nos, que entra como gozo al abrir nuestros corazones. Al entregarnos a algo más grande, para comprender —o más bien, sentir— el amor que constituye la vida, que nos crea.

¿Mereceremos el don de volver a nacer? Nos preguntamos en una de nuestras recaídas. Lográbamos ver una luz en cada incómoda reflexión; era extraño, pero querer tenerla nos alejaba de ella. Buscándola, no la dejábamos entrar, nos atormentaba la ansiedad  y corríamos sin rumbo, pensando que íbamos a su favor. Debíamos dejar de ir tras ella, porque ella ya estaba ahí, debimos dejarla pasar, sentirla y actuar conforme a esta, porque nosotros podíamos ser esa luz en la sombra. Era agobiante el dolor y abrumante nuestra mente; amargo el ambiente, denso el vivir sin esa paz, sin amor genuino e incondicional en nuestro actuar. Esto era lo que debíamos comprender en nosotros: ese amor debía inundar cada gota de sangre de nuestro cuerpo, sangre que brotaría de aquel corazón con luz cuando se llenara de esta al soltar aquella necedad.

Intentamos seguir avanzando, pero el dolor era tan intenso que apagó por ese instante la identidad que habíamos construido. Porque el dolor, en su crudeza, solo nos pudo dejar en ese momento, presentes. Nos liberó de nuestros pensamientos, de nuestras ansiedades. Aquella derrota logró que, desde lo más profundo, pidiéramos clemencia. Sabíamos que estábamos perdidos, pero nunca lo habíamos querido aceptar. Entonces, rendidos, sin más fuerzas para continuar, nos entregamos y suplicamos por esa paz, por una guía. Comprendimos que, aquel control debía terminar y un nuevo rumbo debía comenzar.

La oscuridad nos envolvía por completo, pero en ese instante, en aquella tan pura súplica, una pequeña luz alumbró más que nunca. Al dirigir nuestra mirada hacia ella, recordamos que, durante todo el trayecto, siempre estuvo ahí. Se sentía como aquel puro amor que habíamos recibido o del que habíamos escuchado hablar alguna vez.

Hermoso era formar parte de este amor. Como la corriente de un río, debía seguir su cauce; nos nacía entregarlo; Sin pensar en ello, pero con la serenidad de saber que la corriente no dejaría de pasar por nuestro cuerpo. Estábamos encarnándolo, sintiendo aquel amor. Solo en ese estado, al fin, pudimos reconocer la luz. Nos encandiló como un choque de energía y nos fundimos con ella. De alguna manera, nos reflejó y nos ayudó a reconocernos más allá de lo que creíamos ser.

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EGO

"Esa paz te encontrará, si esta vez no te escondes."

Cada paso fue instintivo. La ingenuidad, la inconsciencia y el miedo forjaron creencias; el placer moldeó gustos. Cuestionar el “¿por qué?” y el “¿qué hacer?” era una tarea que no consideraríamos por mucho tiempo. Nos encasillamos en que la vida tan solo se trataba de sobrevivir. Ideas como la finitud y la individualidad se arraigaron tan profundamente que nos harían parte de un camino vacío, amargo y doloroso.

En un ambiente denso, creado por los pensamientos que adoptamos, la libertad nos fue arrebatada. Buscar tranquilidad desde estos era ingenuo y triste, pues dependía de que todas las condiciones externas en aquel camino se alinearan a la perfección. Y aún cuando lo hacieran, la fugacidad de aquello que nos deslumbraba tan solo dejaría el mismo vacío que siempre habíamos querido llenar. Con el tiempo, nuestra huida dejó de ser solo un escape de la incomodidad: también nos lanzábamos ciegamente en dirección al placer. El dominio que nuestras emociones ejercían sobre nosotros—y la influencia del exterior sobre ellas—nos convirtió en prisioneros de este sendero oscuro.

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No queríamos asumir que, en parte, éramos nosotros mismos quienes nos lastimábamos. Este camino, gobernado por el miedo, no traía más que dolor. Y aunque intentáramos huir de él, era ese mismo miedo quien lo generaba. Entonces, ¿cómo podríamos haber encontrado la raíz del problema?

 

Agotados por tanto andar, intentamos aliviar las consecuencias, huir. Dar un paso más era el siguiente movimiento de aquel bucle. La densa y agobiante oscuridad era ahora inevitable.​ En aquella oscuridad, el dolor se volvió parte fundamental de nuestra vida.

¿De qué se habría tratado nuestra existencia sin él, si solo nos la pasábamos evitándolo?
¿Qué habría sido de nosotros si tan solo nos hubiéramos planteado esta pregunta? Habría comenzado nuestra muerte: la muerte de lo que creíamos ser, de la identidad que habíamos construido y de todo lo que pensábamos seguir siendo.

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En el bucle en el que nos encontrabamos ya no diferenciabamos dolor de placer. Cada golpe nos ayudaba a darnos cuenta que el placer no debia ser nuestro aliado. La culpa invadia y algo de luz podiamos percibir. Aquellos momentos de amargura nos ayudaban a darnos cuenta que rondabamos por el mismo lugar y que siempre optabamos por seguir la misma dirección, sentiamos cada vez más la angustia y el sin sabor que dejaba el volver a probar lo que no nos saceaba por completo pero, nos seguimos fallando; La gran voluntad para elegir más allá de la comodidad estaba muy alejada de nuestro carácter. En ese momento, hacer un sacrificio por la vida no estaba en nuestros planes, y es que aún no conocíamos lo que era esta; El miedo era muy fuerte, La idea de un cambio nos abrumaba: tan solo imaginar la incomodidad de enfrentarnos, de ver nuestra verdad, nos alejaba de aquel simple y necesario momento de parar y recapacitar lo que era aquel andar. Pero aún más grave—aunque perfecto—fue no haber afrontado lo que nos dominaba: nuestra propia mente, y es que la calidad de nuestros pensamientos y creencias definen nuestra vida, La forma en que vemos la existencia determina cómo la vivimos; tal como el hombre piense, así percibirá.

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​¿Mereceremos el don de volver a nacer? Nos lo preguntamos en una de nuestras recaídas. Lográbamos ver una luz en cada incómoda reflexión; era extraño, pero querer tenerla nos alejaba de ella. Buscándola, no la dejábamos entrar; Nos atormentaba la ansiedad, corríamos sin rumbo, pensando que íbamos a su favor. Debíamos dejar de ir tras ella porque ella ya estaba ahí, debimos sentirla y actuar conforme a esta, porque nosotros podíamos ser esa luz en la sombra. Era agobiante el dolor y abrumante nuestra mente; amargo el ambiente, denso el vivir sin esa paz, sin amor genuino e incondicional en nuestro actuar. Esto era lo que debíamos comprender en nosotros: ese amor debía inundar cada gota de sangre de nuestro cuerpo, sangre que brotaría de aquel corazón con luz cuando se llenara de esta al soltar aquella necedad.

Caímos una vez más. Fue natural hacerlo; éramos frágiles en un camino lleno de dificultades e imprevistos. Pero esta vez fue distinto. Esta vez, fue devastador, ya que el dolor que sentimos depende de cuán profundo nos encontremos en ese recorrido.

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La oscuridad nos envolvía por completo, pero en ese instante, en aquella tan pura súplica, una pequeña luz alumbró más que nunca. Al dirigir nuestra mirada hacia ella, recordamos que, durante todo el trayecto, siempre estuvo ahí. Se sentía como aquel puro amor que habíamos recibido o del que habíamos escuchado hablar alguna vez.

Hermoso era formar parte de este amor. Como la corriente de un río, debía seguir su cauce; nos nacía entregarlo; Sin pensar en ello, pero con la serenidad de saber que la corriente no dejaría de pasar por nuestro cuerpo. Estábamos encarnándolo, sintiendo aquel amor. Solo en ese estado, al fin, pudimos reconocer la luz. Nos encandiló como un choque de energía y nos fundimos con ella. De alguna manera, nos reflejó y nos ayudó a reconocernos más allá de lo que creíamos ser.

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Esa luz ahora habita en nuestros corazones. Es aquel gozo de paz que siempre estuvo ahí esperándonos en cada paso, recordándonos con esa misma paz que siempre todo iba a estar bien, porque siempre estaba ahí y es todo lo que hay, la más pura esencia de todo lo existente, nuestra esencia. 

La ansiedad consumía nuestro cuerpo. Las creencias que teníamos implicaban vivir en un estado constante de temor, este era la esencia de ellas y la causa del dolor que producíamos. Seguimos avanzando, y con cada paso la luz se fue atenuando hasta que todo se volvió oscuro, cada uno de estos nos advirtió las consecuencias, pero eran tan sutiles que no nos dimos cuenta de que la absoluta oscuridad sería el final de nuestro destino.

Desde esa percepción distorsionada, la vida carecía de sentido. Lo que veíamos en el exterior no era más que un reflejo de nuestro interior. La oscuridad del bosque no era otra cosa que nuestra tormenta interna; Éramos presos en un laberinto mental que habiamos consolidado nosotros mismos, con el pasar del tiempo en aquel cruel y denso recorrido la tan valiosa humildad se había esfumado por completo. El miedo, camuflado en superioridad para protegernos de nuestra debilidad, nos hacía carecer de esta tan importante virtud y es que esta nos ayudaría a recibir la mayor bendición: aquella luz, aquel gozo al abrir nuestros corazones. Al Entregarnos a algo más grande, comprenderíamos—o más bien, sentiríamos—el amor que constituye la vida, que nos crea. 

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Intentamos seguir avanzando, pero el dolor era tan intenso que apagó la identidad que habíamos construido. Porque el dolor, en su crudeza, solo nos pudo dejar en ese momento, presentes. Nos liberó de nuestros pensamientos, de nuestras ansiedades. Aquella derrota logró que, desde lo más profundo, pidiéramos clemencia. Sabíamos que estábamos perdidos, pero nunca lo habíamos querido aceptar. Entonces, rendidos, sin más fuerzas para continuar, nos entregamos y suplicamos por esa paz, por una guía. Comprendimos por fin que aquel control debía terminar y un nuevo rumbo debía comenzar.

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